sábado, 31 de mayo de 2014

Leyendas

LA MANO PELUDA

Corría el año 1908 en la ciudad de Puebla, y los llamados “montepíos” (casas de empeño) abundaban y proliferaban bajo el ala indiferente y corrupta —las autoridades se llevaban parte de las ganancias de los montepíos— del gobierno de Porfirio Díaz.

No era un hecho sorprendente, teniendo en cuenta que, si bien el Porfiriato representó una época de crecimiento económico, en la práctica ese crecimiento económico se veía ensombrecido por la injusticia social inherente a la enorme polarización (los pobres se empobrecían, los ricos se enriquecían, la clase media se estancaba) de las diversas clases sociales, cosa que a la larga habría de estallar en la subversión de la revolución.

Era en ese ambiente de injusticia que los usureros explotaban a sus clientes, tomando todo lo que podían de ellos cual egoístas sanguijuelas. Ropa, muebles, relicarios, vajillas de plata, joyas, incluso los juguetes de los inocentes niños: nada excluían sus manos codiciosas. Pero, entre esos usureros con mucho dinero y poca nobleza, destacaba uno al que casi todo el pueblo detestaba: el señor Villa, conocido como “Horta” entre los habitantes de la ciudad.

Horta era un tipo amargado, codicioso, avaro, materialista, extremadamente egoísta, un tipo que nunca tuvo piedad de sus clientes más desesperados o de los mendigos sedientos que le imploraban centavos con los labios resecos y la mirada carcomida por el sufrimiento. Era calvo, bajo de estatura, rechoncho como un cerdo, con las extremidades y el cuerpo repleto de abundante vello.

De actitud ostentosa, Horta adoraba llevar las manos repletas de gruesos anillos engarzados de piedras preciosas. La gente lo aborrecía tanto que a veces lo maldecían al pasar por su negocio; mas, como eran tan evidentes sus manos, la maldición que estaba de moda era un: “¡Qué Dios te seque la mano!”.

Pasaron así los días y en la memoria popular quedó grabada la imagen de Horta, sentado en su casa de cambio de la calle Merino, contando y apilando monedas de oro junto a la Gangosa, que era como le decían (por antipatía) a su mujer. Toda su vida fue un maldito avaro, pero un día la muerte llegó; y, al parecer, Dios le secó la mano… O al menos eso se quiso hacer creer, para darle un castigo aunque sea después de muerto.

Fue así que, según se cuenta, en el diario El Duende salió publicada una noticia sobre la “Mano Negra”. Se trataba de la mano de Horta, a la cual se había visto trepar por los muros del cementerio de San Francisco. La creencia de que la mano era de Horta se originó en una entrevista con un sepulturero que dijo haber visto a la mano, y que no era una mano cualquiera sino una mano grande, llena de vellos negros, y de anillos engarzados con gemas…

El asunto es que el suceso comenzó a repetirse y cada noche, a eso de las once, una mano negra (de lejos no se veían las joyas, solo la negra silueta) trepaba por los gruesos muros del camposanto. No era una cosa de este mundo: era una mano espectral, que ascendía sin caerse como propulsada por una oscura magia, que se movía tétricamente como una cruel tarántula, ansiosa por envolver en las redes del miedo o de la muerte al espantado testigo o a la incauta víctima que, sin verle, no advierta su sigiloso desplazamiento por la tierra o los muros. Y es que, en un instante letal, la Mano Peluda saltaría sobre la presa o ascendería por su ropa hasta llegar a su cara, donde con sus gruesos dedos le arrancaría los ojos para finalmente descender al cuello, estrangularlo, dejar el cadáver allí y volver —con teletransportación o algún otro método fantasmal— a su tumba, donde se reuniría con los demás despojos mortuorios.

Según la leyenda, la Mano Peluda siguió viéndose durante un tiempo hasta que finalmente desapareció (hoy nadie en Puebla dirá que la Mano Peluda sigue apareciendo…).




LA DONCELLA ERRANTE Y EL DERECHO DE PERNADA.
                                                     
   Durante la colonia española en México, las haciendas fueron en su mayoría propiedad de españoles, en ellas vivían los peones con toda su familia. El peón vivía muriendo bajo infames condiciones de esclavitud, el fuete del amo y la tienda de raya torturaban el cuerpo y alma de los miserables asalariados del campo. Durante el porfiriato el gobierno fuerte de Don Porfirio Díaz Mori se asentó en el terror de los guardias rurales diseminados en todo el territorio nacional. Estos guardias eran gente reclutada entre asesinos y bandoleros, portaban vistosos uniformes, con relucientes pistolas y rifles, cartucheras repletas de balas, caballos ejercitados para el ataque y la fuga, eran conocedores de los sinuosos y estrechos caminos, eran aptos para matar en cualquier hora a cualquier sospechoso de ser enemigo del régimen y sin tener que rendir cuentas a nadie. La misión de los rurales era limpiar al país de clamores y reclamos. El dedo en el gatillo apuntaba hacia la boca, hacia los ojos o hacia la conciencia de quien se atreviese a hablar, ver o pensar en las cosas turbias del sistema. Tres caminos se habrían para los disidentes: encierro, entierro o destierro. La ley fuga era frecuente, los panteones se llenaban de víctimas, familias enteras emigraron y muchos perecieron encerrados en la cárcel de Belén. Hombres honrados y auténticos bandidos, por igual, sin miramientos, fueron aniquilados. La paz pública, fincada en el terror y el crimen, proporcionó seguridad a don Porfirio, parientes y amigos, así como a la decente minoría burguesa de privilegiados comerciantes, mineros y terratenientes.
  De esta forma se tenían “quietos” a los campesinos, sin derecho a reclamar las acciones del dueño de la hacienda que siempre era español, que traía entre otras cosas lo que se conoce como “DERECHO DE PERNADA” una “manía” o costumbre europea y que no era otra cosa que la primera relación con la doncella recién casada, si el futuro esposo se oponía, este era castigado a latigazos y encerrado.
    Durante el inicio de la etapa del porfiriato nos dice una leyenda que en lo que anteriormente fue la hacienda Sayaavedra (hoy zona esmeralda), los dueños del rancho “Rancho viejo” hubo un casamiento entre la doncella y un campesino que laboraba en el rancho, durante la fiesta que había se hecho con el consentimiento del dueño del rancho, todo fue alegría y baile, pero al terminarse, los recién casados se fueron a disfrutar su amor en la intimidad de su pequeña choza de abobes y palma, antes de llegar a su humilde hogar, fueron interceptados por tres hombres a caballo y armados con rifles, quienes se llevaron a la recién casada de tan solo tenía 15 años de edad, el marido se opuso, fue golpeado por uno de ellos con un fuete y dejado ensangrentado en la pequeña choza. La novia fue llevada ante el “amo” del rancho y le dijo que debería tener su primera relación con él, a lo que ella se opuso, pero fue tomada por la fuerza, desgarrándole sus ropas de manta blanca, una vez terminada la relación sexual, la doncella salió de la alcoba y ante la vergüenza de no ser digna de su esposo, optó por llegar a un barranco y algunas personas vieron como se aventó, teniendo una muerte inmediata, pero nunca pudieron encontrar su cadáver. Algunas personas de Rancho Blanco mencionan que por las noches y en ocasiones cuando hay neblina o llueve, se ve  la figura de una mujer de ropas blancas, no se le ve la cara y siempre se ha visto de espaldas que flota por los alrededores de lo que fue la choza donde iba a ser su hogar y sobre el barranco donde murió, hay quien dice que hasta por el año de 1990 cuando se le vio por última vez,  por muy oscuro que estaba la noche se alcanzaba a ver la figura con ropas blancas de la mujer, pero que la acercarse a la doncella se ve como se desvanece como si fuera humo, oyéndose al mismo tiempo un suspiro y un lamento con palabras apenas audibles que dicen: “me fui por no ser digna de ti”.




PORFIRIO DÍAZ Y EL TREN DE JUANA CATA
"Según la leyenda, Porfirio logró que en esos años (1857, aproximadamente), que la empresa del ferrocarril transítmico, que trabajaba en esa zona, desviara el trazo de la vía hasta hacerla pasar a dos metros del chalet estilo francés que construyó para Juana Cata. Le había  regalado el progreso". (Pág. 176 del libro Siglo de Caudillos. Tusquets). A Krauze  se le olvida cómo estaba el país en 1857... como para construir un ferrocarril. O un chalet, con un salario de capitán.
En su libro Místico de la autoridad: Porfirio Díaz (FCE), Krauze abunda en el asunto: "En Tehuantepec el pasado precolombino parecía más vivo que el presente. Mientras la Compañía Luisianesa construía un ferrocarril transístmico [...]. (Pág. 11).
"Díaz logró que la empresa del ferrocarril transístmico desviara la ruta para hacerla pasar a dos metros del chalet estilo francés construido para Juana. 'Cuando mi abuelo la visitaba -recuerda Lila, la nieta de Díaz- el maquinista reducía la velocidad y silbaba una clave; Juana Cata entreabría su puerta y Porfirio saltaba sin que el tren se detuviera, ya que el primer escalón (...) coincidía con el estribo del tren [...]. (Pág. 15).
Ese alarde romántico lo mencionan también muchos otros, historiadores o no. Pero es inexacto (y, si desvió la vía, ¿por dónde pasaría?).
El puente de Tehuantepec (a poco más de cien metros de la casa de Juana Cata) se construyó en la parte más angosta del río; cualquiera con sentido común lo puede apreciar. Hacerlo en otra parte sería una insensatez; como construir el famoso canal que se hizo en Panamá, de Tamaulipas a Sinaloa, por ejemplo.
 Y no fue ninguna "Compañía Luisanesa" la que construyó el ferrocarril,  como afirma Krauze. Al parecer de él lo copió Heraclio Zepeda para su libro "Tocar el fuego" (pág. 111), donde éste habla de la relación entre Porfirio y Juana. (También Heraclio anda perdido: su obra se ubica durante la intervención francesa, cuando ninguna vía férrea pasaba por Tehuantepec).
Hubo una Compañía Luisanesa (en el marco del tratado McLane-Ocampo), de la que habla Charles de Brasseur en su famoso libro sobre Tehuantepec, empresa que en 1857 obtuvo la concesión para una vía interoceánica en el istmo (se viajaba en barcos de vapor de Coatzacoalcos a Minatitlán, de ahí a Xúchil y luego en diligencias hasta la Ventosa -Salina Cruz), la cual hizo malas gestiones, por lo que fueron suspendidos los trabajos y el gobierno decretó la requisición de sus bienes.
En 1878 la compañía de Edward Learned, de Nueva York, recibe la concesión. El Ferrocarril se comienza a construir en 1880 (llevaba cinco kilómetros hasta el 17 de febrero de 1881) y se le canceló en agosto de 1882 con apenas  35 kilómetros construidos; de ahí que pase en 1879 a la compañía que representa Jorge Tyng.
Para 1881 la empresa de Tyng había tendido 50 kilómetros de vía. Luego se autorizó a C. S. Stanhope, J. H. Hampson y E. L. Corthell el contrato. La empresa obtiene malos resultados (hicieron 73 kilómetros hasta 1893). El gobierno hace 4 kilómetros en 1893 y Chandos Stanhope terminó los 59 faltantes hasta 1994). El gobierno la inauguró el 29 de julio de 1894. Lo malo es que eran rieles de 56 libras por yarda (aproximadamente 25 kilos por metro. Por eso se volvió a inaugurar en 1907).
En 1899 se le encarga su terminación a  Weetman Pearson de la Pearson and Son Ltd. (El decreto fue expedido en 1896,  se firmaron los primeros contratos en 1898 y 1899).
 Pearson cambió los rieles por otros más resistentes (de 40 kilos por metro), por eso, en las casas del istmo aún podemos ver rieles desechados como soportes del techo de las casas.
De regreso al tema, Porfirio Díaz no hizo que  "se desviara la ruta", porque no existía ninguna casa de Juana Cata. Cuando se inició la construcción de la vía férrea el palacete de Juana aún no se construía.
La nieta dice una mentira: "ya que el primer escalón (...) coincidía con el estribo del tren". Y de existir, a la edad que tenía, dudo mucho que Porfirio saltara los cuatro metros que los separa de las vías a la puerta de Juana, como dice la nieta de Díaz entrevistada por Krauze.
Y si así fuera, muy mal se vería todos los días doña Juana alzando sus enaguas para trepar ese escalón, de más de un metro, a la entrada de su casa.

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